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lunes, 4 de marzo de 2013

El alcahuete

        El alcahuete es un pobre tipo. Un pobre tipo así, a secas. Siempre que lo veo está escuchando atrás de alguna puerta, pergeñando algo o mirando de reojo. Nunca está tranquilo. Nunca puede disfrutar su trabajo porque está alerta, porque como un radar siempre encendido, está captando todo lo que pasa a su alrededor. Junta información para alcahuetear. En principio al jefe, pero si el jefe no está, entonces a otro superior, siempre al que esté aunque sea apenas arriba de él un poquitito, porque siempre hay alguien arriba de él y eso es lo que lo hiere. (Muchas veces me he preguntado si ese no es el verdadero fin de toda su alcahuetería: agradar para ascender, a algún lugar... a otra oficina, a un escritorio más nuevo ¿quién puede saber lo que añora en su mente ese ser tan débil?)
        El punto es que ser alcahuete lo constituye y es como un hábito que tiene y que no puede manejar. Es como una adicción, algo que lo supera, que es más fuerte y que tampoco lo deja vivir en paz. Porque siente que tiene que cumplir con su parte: informar todo lo que ve, todo lo que está mal, todo lo que se sale de la regla. No importa el daño que pueda ocasionar, no importa si eso implica traicionar a un compañero de toda la vida. Él tiene que cumplir con su deber y contar, contar, contar. Si se puede, fabular; mejor es meter sisaña. Y juzgar, condenar... ¡eso lo regocija! Porque él es correcto, porque él hace todo bien y porque jamás se atrevería a rebelarse o trasgredir una norma. (He analizado que en el fondo lo hace de pura envidia, porque es incapaz de liberarse y hacer lo que desea, pero esa es una percepción mía... por lo demás: la descripción que realizo es sólo poner orden y palabras a lo que el resto piensa)
         El alcahuete es feo además. Yo creo que su fealdad no es tanto física, sino psicológica, o filosófica o... ideológica. No, es la actitud. Sí, eso. La actitud de rata que se escabulle detrás de esa cara de inocencia que sabe poner en todo momento. Y ese cuerpo que transpira en su camisa siempre planchada, siempre arremangada, la misma camisa prolija rayada que se mete dentro del pantalón, en donde las rodillas a veces le tiemblan. Porque a veces las cosas no le salen como quiere. A veces se equivoca o un superior le hace sentir que dijo algo de más, que se pasó de rosca. A veces lo retan delante de otros y entonces eso es lo peor. Yo lo he visto poner cara de nada, y luego decir "con permiso" para irse a llorar al baño. Sé que sufre, ¡pobre alcahuete!, porque no obtiene lo que quiere, porque nunca termina de lograr su cometido, porque no terminar de cumplir su deseo, que ¿cuál es?. Ser alguien. ¿Y qué es ser alguien? Bueno... en su escala de valores, ser alguien es tener un súbdito alcahuete. Es decir, yo sé que él piensa que el día que esté más arriba -más arriba de nosotros- un poco se va a poder relajar y entonces naturalmente va a tener que aparecer quien pueda sustituirlo: el espía, el desesperado, el que se sacrifique la vida imaginando que en otro puesto se podrá sentir más digno, como si hubiera sido digno el camino que tuvo que recorrer para alcanzarlo -cosa que no podrá reconocer, porque para el alcahuete el fin justifica los medios- y por otra parte, el alcahuete cree, está convencido, de que es injusto el lugar que le toca ocupar y por eso no siente culpa de su condición miserable, aunque sí pena porque sufre, y sufre mucho.¡Pobre alcahuete cómo sufre cuando tiene que alcahuetear! Pero si no lo hace es peor... la boca se le hace a un lado, le agarra taquicardia. Yo lo vi padecer. Yo lo vi contenerse y luego explotar. No puede... no puede ni aunque quiera, no puede ni aunque esté en juego la vida de su madre. Se le sale la cadena. Se le enciende la alarma en la cabeza. Entonces respira, una, dos veces y lo larga todo. Ya está. Lo hizo. Se siente orgulloso, luego con cierto poder, cierto apremio. A las horas mal, después bien. Después mejor. Y mejor. Hasta que se reconoce, y sonríe aliviado, plácido.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Los gordos del kiosco



Afincados en un mostrador viejo, dentro de un habitáculo de vidrio, sin luz y con olor a moho, los gordos se sientan todas las mañanas y se quedan allí hasta la noche, cuando cierra el kiosco.
La rutina es siempre parecida, con variables mínimas, a veces imperceptibles, que puede marcar algún nuevo cliente (que no volverá si es que es un ser sensible…)
A eso de las 8… el gordo mayor descarga toda su fofera del pobre asiento del pobre Falcon desvencijado, que hace un movimiento como de respirar aliviado y se eleva un poco. Pega invariablemente un portazo, y después (segundos después), se eyecta entonces, su mujer, también obesa, que emula con cariño el cerrado de la puerta. Ahí el Falcon recupera altura. Queda sumiso, descansando en la calle –casi siempre al sol- hasta que a la noche, los gordos vuelven a subírsele para asfixiarlo y hacerlo corcovear algunas cuadras hasta llegar a casa.
El gordo, sin hablar, con un cigarrillo apagado a un costado de su boca, hace una fuerza inusual para levantar la cortina de metal que rechina pidiendo por favor. El lamento no los inquieta. Parsimoniosa, la mujer del gordo, se acerca y hace palanca y así dan por abierto el boliche.
Dos bancos raídos y aplastados esperan detrás del mostrador. La gorda se arrastra y enciende una luz tenue que apenas ilumina el fondo y acomoda con desgano el almohadón en donde se sentará y quedará hasta que tenga que ir al baño, o hasta que cierre. El gordo, un poquito más dúctil, se sentará en el otro banco, pero atinará a estirar la mano para abrir la caja, despachar caramelos o alcanzar cigarros.
Con el tiempo, los gordos -dueños del kiosco por más de veinte años- advirtieron los beneficios del autoservice, de modo que dispusieron toda la mercadería de manera tal que apenas tuvieran que moverse, excepto para cobrar.
El trabajo es así repartido: la mujer del gordo no te atiende a menos que haya más de tres clientes en el local (cosa que no suele suceder) Por lo demás… digamos que se desarrolla como centinela, fiscaliza lo que entra y lo que sale, custodia a su marido, a veces le ceba mate.
Él no sabe decir buen día. Se limita a preguntar ¿Qué va a llevar? o a veces simplemente increpa a la persona con la mirada, esperando que el otro hable y pida lo que necesita. Entonces el gordo responde con una seña o murmura fijate ahí. Todos los productos tienen el precio remarcado en fosforescente. El otro agarra y él cobra. A veces las palabras sobran. El trabajo es perfecto.
No se los ha visto comer delante de los clientes (bueno, ella mastica chicle), pero se sabe que se alimentan de golosinas y de galletitas, que se apuran a tomar de las cajas que dejan los proveedores, como si alguien los viera y pudiera retarlos. Si no tienen jefe…no hay necesidad de que hagan eso, pero lo hacen, a veces comen a escondidas el uno del otro, como si no supieran de dónde adquieren la grasa que juntan en brazos o en la barriga.
Yo no sé si siempre fueron así, si alguna vez fueron flacos, si alguna vez cerraron el kiosco por algún evento familiar. No sé si besan, si tienen hijos, si hablan de otra cosa que no sea del kiosco. La cosa es que son figurita repetida, una película que se proyecta desde hace veinte años, todos los días y a la misma hora. Igual me parece que están más lentos, tal vez más cansados. Hacen movimientos maquinales, aprendidos, pero con menos gracia.
La gente les dice “los gordos del kiosco” y ellos lo han naturalizado. No les importa que los identifiquen solamente con el kiosco ni con la gordura.
Yo cada vez que los veo, recuerdo aquella frase de Marx: “Uno es lo que trabaja”. Y me entristezco.
                              Pero ellos… ¡están orgullosos!


lunes, 25 de febrero de 2013

Las pagodas




Ese día la temperatura al mediodía había sobrepasado los 34º, pero adentro, en la oficina, con el nuevo Split recientemente colocado, se estaba de maravilla. Ahí estaban las pagodas, en enjambre, junto a una bandeja a risotada limpia. Comían pan dulce entre los formularios B y los expedientes firmados y listos para enviar de paseo a la 316. Sus bocazas pintorroneadas de color fucsia aspiraban humo a la vez que fruta abrillantada que escupían para uno u otro lado, si la fruta todavía estaba muy verde. Hablaban bla ble bli de formas incómodas, de quejudas noticias, todas en cliché opinando sobre sandeces y temitas mayores como el cáncer de páncreas de Tota, a veces en tono más grave,  todas asintiendo: “Oh, sí. Oh, sí”
¡Qué raza las pagodas! ¡Qué encanto!
Pero describirlas sería perder el tiempo, porque todos alguna vez estuvimos con una, todos alguna vez hemos requerido de sus servicios y hemos sido tratados o maltratados por ellas. No son malas… tal vez, en ciertas ocasiones pueden resultar hostiles o agresivas, pero… son los días, el clima, los papeles, la fotocopiadora que no anda. Hay que entenderlas porque con sus tiempos, horas más, minutos menos, las pagodas harán su tarea.
            Lo importante ahora es contar esta increíble historia, la que tuvo lugar aquel 31 de diciembre en la oficina de Pagoda Ramírez, a las 11:59 AM, cuando de repente, sin que nadie se lo esperara, se declaró el asueto.
Cacarearon de felicidad. En un explicable movimiento que pareció mágico, cerraron la ventanilla de atención al público. Pagoda 1 sacó un álbum de fotos, y Pagoda 2 aprovechó para vender sus chucherías: joyitas enchapadas en oro y lencería por catálogo. Pagoda Ramírez no daba a basto con las tareas: contestaba correos, mientras imprimía planillas y se probaba en la mano algún que otro anillo con piedra fantasía. Pagoda Mari abría un pan dulce, y Pagoda Mirta preparaba el escritorio: sustituía lapiceros por cubiertos y resmas de papel por vasos plásticos.  Entonces pasó. Que pagoda Ramírez colapsó. Así de repente. Lo vio todo: su apuro y el de las otras. Alguien golpeando incesante la ventanilla que no abrirían, y la mesa de oficina convertida en banquete de navidad. No se sabe qué le ocurrió (tal vez el pan dulce rancio de segunda marca) pero se quedó dura. Fue como un frío que le paralizó el cuello. Alcanzó a decir “ay” y se fue al suelo. Con silla y todo. Cayó para atrás y su cabeza rebotó como una pelota. Por un solo momento -único momento inédito en el historial de esa oficina- las pagodas se callaron. Hubo silencio y después revuelo. Pagoda Ramírez ya no respiraba. Sonaron los teléfonos. Se rumoreaban todo tipo de cosas. Emergencias Médicas no tardó en llegar aunque igual fue tarde. Improvisaron una camilla, la revisonearon y mironearon. Todas comentaron y se compadecieron. Cinco minutos de conmoción tremenda en aquel piso 13. Hasta que no hubo más que hacer. Pagoda 1 tomó el teléfono para comunicar un poco ansiosa la noticia a los familiares. Ensayó el discurso hasta que le salió. Pagoda 2, lamentó la fecha y dijo algo sobre un Vitel Toné que Pagoda Ramírez debía terminar para la noche. Entonces ocurrió: que Pagoda Ramírez parece que escuchó y su deber de Pagoda la trajo desde el más allá. Vino desde tan lejos tan rápido como pudo, con tos convulsa. Abrió los ojos como huevos y expectoró una nuez que pegó contra la pantalla del monitor que había quedado encendido.  Otra vez silencio. Se incorporó confundida y mencionó algo sobre unas ventanas que nadie comprendió. El alivio se sintió en la risa y los abrazos de las otras Pagodas que pagodeaban.
            Esa noche, Pagoda Ramírez preparó el mejor vitel toné que jamás hubiera hecho, y estuvo feliz y jocosa, y hasta dio un discurso en la mesa. Comió maníes a rabiar y champaña con gusto a fresa. Al otro día no se levantó. Había cumplido con su destino de Pagoda.

(2009)