Descentralizar.
Hace días que la palabrita me viene dando vueltas en la cabeza, como respuesta
a muchas cosas. En principio, la entiendo como una pista para pensar en que se
puede vivir de otra manera. El veneno es la aglomeración y el antídoto, la
descentralización. “Separar para unir”, como dice el I Ching.
Hace unos
meses me fui de la ciudad y vine a vivir al campo. La decisión fue tomada con
anterioridad (¿tal vez una vida antes?) y reafirmada con fuerza cada día. Ahora
puedo ver todo con otros ojos, desde otra perspectiva. Y es saludable. La
ciudad ya me daba asco desde antes (lo decía Charly hace muchos años: “la grasa
de las capitales no se banca más”…) pero ahora se me volvió insoportable. El
aire de campo me reveló muchas verdades ya intuidas: hay una putrefacción, un
hartazgo generalizado que nos junta, pero no nos une; que nos identifica, pero
que todavía no alcanza para movernos y hacer algo para cambiarlo. Hay un sentir
común, un rumiar por lo bajo, un percibir que la ciudad es como una olla a
presión en donde nos encontramos en ebullición, pero aún no hervimos. No
explotamos, no, nos mantenemos a noventa grados. Gruñendo. Grrrrr. Soportando.
Grrrr. Sintiendo todo el peso sobre nuestras cabezas, sobrellevando una
angustia, una tristeza a la que a veces le encontramos causa y nombre, y que
otras, solo la notamos. Nos acostumbramos a vivir con ella.
Como sociedad
padecemos muchas cosas, naturalizamos un malestar, continuamos en la lucha a
pesar de las adversidades. Pero hay algo que está mal, está mal y está grave. Y
está en todos lados, pero yo ahora veo más claro que está allá, en las
ciudades-trampa, que nos hacen creer en las “comodidades”, en las
“facilidades”, en las “ofertas”. Pero la ciudad nos encierra, nos aparta, nos
desprotege, nos maltrata, nos empobrece. ¡Cómo nos empobrece la ciudad, cómo
nos embrutece y nos debilita! Lo que nos da, nos lo cobra con creces. Y
nosotros trabajamos para pagarle, nos endeudamos para pagarle. Hipotecamos nuestra
vida para pagar, para vivir ahí, en un pedacito de la colmena, bajo su cobijo
desacobijado, en un departamento sin balcón y sin verde.
Si miramos a
los lados, hay gente, hay autos, hay carteles. Contaminación visual. Hacia
arriba, un pedacito de cielo amenaza con bajar, se acerca tímida una estrella.
En el suelo, entre la baldosa rota de una vereda, un pastito incipiente lucha
por salir a la luz y es pisoteado. Y el silencio es para los domingos o para
una siesta de verano. El resto de los días pasan ruidosos, tumultuosos, nos
apabullan, nos atropellan.
De día la
ciudad despliega toda nuestra violencia a través de los miles de “gestos” que
no tenemos. De noche nos guardamos en las casas, con doble llave, porque la
oscuridad se hace más oscura y es como en el bosque, cuando el lobo sale.
¿Por qué le
seguimos rindiendo culto? Sus luces son horribles y son artificiales. Caminamos
juntos pero no nos encontramos. La gente no saluda. No se saluda a un
desconocido. La gente se ignora. Y es mejor ignorar cómo es la vida del otro.
¿Por qué
seguimos ahí pagando impuestos y alquileres caros, soportando servicios
deficientes? ¿Vale la pena que “quede cerca”, si esa “cercanía” es falsa?
La
aglomeración es la causa de todos los males. Eso se puede ver en muchos
ámbitos, y se deteriora mucho la calidad de vida si decidimos vivir así, en un
espacio que no alcanza, porque hay demasiado, porque somos demasiados, porque
¡no hay lugar! (en el colectivo, en el Banco, en la calle…) ¡NO HAY MÁS LUGAR!
La ciudad debería ponerse un cartelito que dijera: “No hay más vacantes”,
porque no se puede seguir estirando más, va a romperse. Yo la veo hinchada,
hinchada y haciendo agua por aquí y por allá.
No hay más
lugar físico, pero tampoco hay más lugar para pensar bien. Hay saturación y colapso.
Algunos ya
fuimos “despedidos” o expulsados. Algunos ya nos dimos cuenta de que “sobrábamos” y buscamos otros lares.
No voy a decir
que al principio no costó, que al principio no “extrañé”, que al principio no
sentí cierta nostalgia, cierto dolor, por dejar la ciudad en donde me crié.
Pero ahora que ha pasado el tiempo, la separación me ha resultado
satisfactoria. La tranquilidad, el silencio del entorno que elegí me resultan
los valores más indispensables para pensar en construir una vida tranquila para
mí y para mi familia. Ahora puedo apreciar el cielo, respirar aire puro, sentir
frío en invierno y calor en verano, escuchar pájaros y grillos, y las ranas
avisan cuando está por llover. Ahora puedo aprender qué trae cada una de las
estaciones y puedo trabajar la tierra y comerme lo que sale de ella.
Estoy lejos de
la ciudad, pero cerca de cosas genuinas.
No idealizo tampoco, porque todas las cosas tienen su lado malo, pero sí estoy
segura de que tenemos derecho a vivir de manera digna, y si los modelos se
rompen, si las estructuras no resisten, habrá que ser sabios y emprender la
retirada, porque eso a veces puede ser la clave para salvarse.
En el campo la vida es más intensa, porque la naturaleza los es. La artificiocidad de las urbes brinda un confort superfluo, frívolo tal vez, que nos priva de la real experiencia de conectarnos con lo natural y lo elemental; al fin de cuentas con nosotros mismos.
ResponderEliminarPosdata: Si las hormigas están desesperadas acopiando alimentos, la lluvia llegará en cuestión de minutos. Lo de las ranas no lo sabía.