Afincados en
un mostrador viejo, dentro de un habitáculo de vidrio, sin luz y con olor a
moho, los gordos se sientan todas las mañanas y se quedan allí hasta la noche,
cuando cierra el kiosco.
La rutina es
siempre parecida, con variables mínimas, a veces imperceptibles, que puede
marcar algún nuevo cliente (que no volverá si es que es un ser sensible…)
A eso de las
8… el gordo mayor descarga toda su fofera del pobre asiento del pobre Falcon
desvencijado, que hace un movimiento como de respirar aliviado y se eleva un
poco. Pega invariablemente un portazo, y después (segundos después), se eyecta
entonces, su mujer, también obesa, que emula con cariño el cerrado de la
puerta. Ahí el Falcon recupera altura. Queda sumiso, descansando en la calle
–casi siempre al sol- hasta que a la noche, los gordos vuelven a subírsele para
asfixiarlo y hacerlo corcovear algunas cuadras hasta llegar a casa.
El gordo, sin
hablar, con un cigarrillo apagado a un costado de su boca, hace una fuerza
inusual para levantar la cortina de metal que rechina pidiendo por favor. El
lamento no los inquieta. Parsimoniosa, la mujer del gordo, se acerca y hace
palanca y así dan por abierto el boliche.
Dos bancos
raídos y aplastados esperan detrás del mostrador. La gorda se arrastra y
enciende una luz tenue que apenas ilumina el fondo y acomoda con desgano el
almohadón en donde se sentará y quedará hasta que tenga que ir al baño, o hasta
que cierre. El gordo, un poquito más dúctil, se sentará en el otro banco, pero
atinará a estirar la mano para abrir la caja, despachar caramelos o alcanzar
cigarros.
Con el tiempo,
los gordos -dueños del kiosco por más de veinte años- advirtieron los
beneficios del autoservice, de modo
que dispusieron toda la mercadería de manera tal que apenas tuvieran que
moverse, excepto para cobrar.
El trabajo es
así repartido: la mujer del gordo no te atiende a menos que haya más de tres
clientes en el local (cosa que no suele suceder) Por lo demás… digamos que se
desarrolla como centinela, fiscaliza lo que entra y lo que sale, custodia a su
marido, a veces le ceba mate.
Él no sabe
decir buen día. Se limita a preguntar ¿Qué
va a llevar? o a veces simplemente increpa a la persona con la mirada,
esperando que el otro hable y pida lo que necesita. Entonces el gordo responde
con una seña o murmura fijate ahí. Todos
los productos tienen el precio remarcado en fosforescente. El otro agarra y él
cobra. A veces las palabras sobran. El trabajo es perfecto.
No se los ha
visto comer delante de los clientes (bueno, ella mastica chicle), pero se sabe
que se alimentan de golosinas y de galletitas, que se apuran a tomar de las
cajas que dejan los proveedores, como si alguien los viera y pudiera retarlos.
Si no tienen jefe…no hay necesidad de que hagan eso, pero lo hacen, a veces
comen a escondidas el uno del otro, como si no supieran de dónde adquieren la
grasa que juntan en brazos o en la barriga.
Yo no sé si
siempre fueron así, si alguna vez fueron flacos, si alguna vez cerraron el
kiosco por algún evento familiar. No sé si besan, si tienen hijos, si hablan de
otra cosa que no sea del kiosco. La cosa es que son figurita repetida, una
película que se proyecta desde hace veinte años, todos los días y a la misma
hora. Igual me parece que están más lentos, tal vez más cansados. Hacen
movimientos maquinales, aprendidos, pero con menos gracia.
La gente les
dice “los gordos del kiosco” y ellos lo han naturalizado. No les importa que
los identifiquen solamente con el kiosco ni con la gordura.
Yo cada vez
que los veo, recuerdo aquella frase de Marx: “Uno es lo que trabaja”. Y me
entristezco.
Pero ellos…
¡están orgullosos!
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